martes, 21 de abril de 2020

"Mejor es caer en manos de Dios, que es compasivo, que caer en manos de hombres." Y David escogió la peste



La mano de Dios y la mano de los hombres
Por Roberto de Mattei -15/04/2020
A nivel internacional, la situación que se vive en la primavera de 2020 es novedosa, inesperada y dramática. Impera la confusión, porque nadie puede decir realmente qué es lo que ha pasado: de dónde procede el coronavirus, cuándo desaparecerá y de qué manera hay que afrontarlo.
Lo que sí es cierto es que en el trasfondo tenemos a dos ciudades que continúan enfrentadas a lo largo de la historia: la Civitas Dei y la Civitas diabuli. Son las dos ciudades de las que habla San Agustín: «La una, sociedad de los hombres que viven la religión; la otra, de los impíos; cada una con los ángeles propios, en los que prevaleció el amor de Dios o el amor de sí mismos» (La ciudad de Dios, libro XIV, cap.13,1).
Pío XII nos recuerda esta lucha a muerte con palabras elocuentes en su discurso a los varones de Acción Católica del 12 de octubre de 1952: «No os preguntéis quién es el enemigo ni cómo viste. Se encuentra en todas partes, en medio de todos; sabe ser violento y ser astuto. En los últimos siglos ha intentado causar la disgregación intelectual, moral y social del misterioso Cuerpo de Cristo. Quiere la naturaleza sin la gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; y a veces la autoridad sin la libertad. Es un enemigo cada vez más concreto, con una  falta de escrúpulos que no deja de sorprender: Cristo sí, Iglesia no. Más tarde: Dios sí, Cristo no. Y por último el impío clamor: Dios ha muerto. Peor aún: Dios nunca ha existido. He ahí el intento de edificar la estructura del mundo sobre cimientos que no logramos identificar  como principales  responsables del peligro que se cierne sobre la humanidad: una economía que prescinde de Dios, un derecho que prescinde de Dios, una política que no tiene en cuenta a Dios».
Invocando las enseñanzas de los papas, la escuela de pensamiento contrarrevolucionaria ha dado a ese terrible enemigo el nombre de Revolución: se trata de un proceso histórico multisecular que tiene por objeto acabar con la Iglesia y con la Civilización cristiana. Los agentes de la Revolución son todas las fuerzas secretas que se ocupan pública o encubiertamente con miras a alcanzar el fin mencionado. Los contrarrevolucionarios son quienes se oponen a dicho proceso de disolución y se esfuerzan en pro de la instauración de la Civilización cristiana, única civilización digna de tal nombre, como recuerda San Pío X (Encíclica Il fermo proposito del 11 de junio de 1905).
El enfrentamiento entre revolucionarios y contrarrevolucionarios no se ha interrumpido en los tiempos del coronavirus. Es lógico que cada uno de ambos bandos trate de sacar el máximo partido a la situación. Ahora bien, la existencia de inquietantes maniobras revolucionarias destinadas a sacar provecho no significa que esas fuerzas hayan creado la situación que atravesamos y que la manejen y dirijan. Representantes de los gobiernos más variopintos, desde China hasta EE.UU., desde Gran Bretaña a Alemania, desde Hungría a Italia, han impuesto en sus países las mismas medidas sanitarias en sus respectivos países; por ejemplo la cuarentena, de la cual algunos al principio desconfiaban. ¿Serían dichos dirigentes títeres de una dictadura sanitaria impuesta por los virólogos? Por su parte, los virólogos, que al principio estaban divididos porque algunos pensaban que el coronavirus no era otra cosa que una gripe muy mala, han despertado a la realidad y actualmente todos concuerdan en la necesidad de tomar medidas más drásticas para contener la propagación. Lo cierto es que la ciencia médica ha demostrado su impotencia para erradicar el virus. La opción de la cuarentena, a la que se recurre desde hace milenios en caso de epidemia, es fruto del sentido común, no de la competencia particular de los médicos.
Como es natural, el problema no es sólo de índole sanitaria. Por lo que se refiere a la sociedad interconectada, el virus podría tener sus más graves consecuencias en el plano económico y en el social. Y la solución a los problemas de ese tipo que se están agravando por todo el mundo no compete a los médicos sino a los políticos. Pero si el estamento político internacional se escuda tras las autoridades sanitarias para tomar sus decisiones es por la incompetencia de quienes gobiernan hoy el mundo. El fracaso político va en paralelo al sanitario. No podemos olvidar que la máxima autoridad sanitaria internacional, la Organización Mundial de la Salud, anunciaba hace treinta años un mundo sin epidemias gracias al proyecto Salud para toda la humanidad en el año 2000, a consecuencia de lo cual en muchos países se recortaron fondos destinados a la salud, o bien se destinaron al combate de enfermedades poco frecuentes. El director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, políticamente afín a la China comunista, viajó a Pekín el pasado 28 de enero, donde tras un encuentro con el presidente Xi Jiping, restó importancia a la catástrofe manifestando al mundo que en Wuhan todo estaba bajo control. Después de numerosas vacilaciones, por fin la OMS se dio cuenta de la realidad y ha seguido mintiendo en cuanto al número de contagiados y fallecidos de los que informa, que no se calculan por encima sino por debajo de la cantidad real.
A los problemas económicos y sociales hay que sumar los igualmente graves de orden psicológico y moral fruto del prolongado confinamiento y del radical cambio de vida impuesto por el coronavirus. Aquí quienes tendrían que hablar serían, más que los médicos y los políticos, los sacerdotes, los obispos y por último el pastor supremo de la Iglesia Universal. A pesar de ello, la imagen que ha proyectado el papa Francisco durante el Triduo Pascual ha sido la de un hombre abatido y deprimido, incapaz de hacer frente a la catástrofe con las armas espirituales de que dispone. Y lo mismo se podría decir de la gran mayoría de los obispos. El estamento eclesiástico, a falta de serios estudios teológicos y de auténtica vida espiritual, ha demostrado ser tan incompetente como el político para orientar a su grey en las actuales tinieblas.
¿Qué deben hacer en una situación así los contrarrevolucionarios, los fieles a la Tradición, los católicos fervorosos y rebosantes de espíritu apostólico? ¿Qué estrategia deben adoptar ante las maniobras de las fuerzas de las tinieblas?
Por encima de todo, tienen que hacer ver que se está desmoronando un mundo, aquel mundo globalizado que los deformes proyectos de Bill Gates y sus amigos no conseguirán mantener en pie por muchos que se esfuercen. El fin de este mundo, hijo de la Revolución, se anunció hace cien años en Fátima, y el horizonte que se nos presenta no es el momento de la dictadura final del Anticristo, sino el del triunfo irreversible del Corazón Inmaculado de María, precedido de los castigos que Ella anunció si la humanidad no se convertía. Hoy en día, aun entre los mejores católicos, se da una resistencia psicológica a hablar de castigos pero, como advirtió el conde Joseph de Maistre, «el castigo gobierna a toda la humanidad; el castigo la custodia. El castigo vela mientras duermen los centinelas. Y el sabio ve en el castigo la perfección de la justicia» (Veladas de San Petersburgo).
San Carlos Borromeo nos recuerda por su parte que «entre todos los correctivos que nos manda Su Divina Majestad suele atribuírsele de una manera más particular a su mano el de la pestilencia», y explica dicho principio poniendo como ejemplo a David, el rey pecador, a quien Dios dio a elegir castigo entre la peste, la guerra y el hambre. David escogió la primera con estas palabras: «Melius est ut incidam in manus Domini, quam in manus hominum». Más cuenta me tiene caer en manos del Señor que en manos de los hombres. Por eso, concluye San Carlos, «entre la guerra y el hambre se atribuye de manera muy especial la peste a la mano de Dios» (Memoriale ai Milanesi di Carlo Borromeo, Giordano Editore, Milán 1965, p. 34).  
Ya va siendo hora de reconocer la mano misericordiosa de Dios en los azotes que comienzan a afligir a la humanidad.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Traducción oficialmente aprobada por el profesor De Mattei)

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