Misa tradicional en la Basílica de Luján (Arg.), 21 de Agosto de 2017
"Hace más de sesenta años, Paul Claudel, uno de los más grandes escritores del Siglo XX, escribía lo siguiente en Le Figaro, de Francia, acerca de la revolución litúrgica que se estaba llevando adelante.
El Concilio Vaticano II, por cierto, ni siquiera había comenzado. Es que los poetas nacen con largavistas". Que no te la cuenten. Padre Javier Olivera Ravasi
Leo Joseph Suenens (1904-1996)
El Cardenal liberal que impulsó la agenda del Vaticano II dijo:
"El Vaticano II es la Revolución Francesa en la Iglesia".
Leo Joseph Suenens (1904-1996)
El Cardenal liberal que impulsó la agenda del Vaticano II dijo:
"El Vaticano II es la Revolución Francesa en la Iglesia".
Por RORATE CAELI.
Por uno de los más grandes escritores del Siglo 20, Paul Claudel, escribiendo para el diario francés más importante, al tiempo en que los proponentes de la “Revuelta Litúrgica”, que conduciría a los desastres post Vaticano II, especialmente la Nueva Misa, comenzaron a abusar de la Misa Tradicional con la postura, ilícita en ésta, “de frente al pueblo”.
El académico Paul Claudel escribía:
Quisiera protestar con todas mis fuerzas contra el uso que se esparce en Francia cada vez más, de decir la misa de cara al pueblo.
El principio mismo de la religión es que Dios está primero y que el bien del hombre no es más que una consecuencia del reconocimiento de la aplicación en la vida práctica de este dogma primordial.
La misa es el homenaje por excelencia que ofrecemos a Dios en el Sacrificio que el sacerdote le hace en nuestro nombre sobre el altar de Su Hijo. Somos nosotros, detrás del sacerdote y siendo uno con él, quienes vamos hacia Dios para ofrecerle hostias et preces [ofrendas y plegarias]. No es Dios quien viene a proponérsenos como a un público indiferente para hacernos testigos a nuestra mayor comodidad del misterio que va a realizarse.
La nueva liturgia despoja al pueblo cristiano de su dignidad y de su derecho. Ya no es el pueblo quien dice la misa junto con el sacerdote, quien la « sigue », como muy acertadamente se dice, y hacia quien el sacerdote se vuelve de vez en cuando para asegurarse de su presencia, de su participación y de su cooperación, en la obra de la cual el sacerdote se ha hecho cargo en nuestro nombre. Ya no hay más que una asistencia curiosa que le observa trabajar en su oficio. Los impíos tienen el juego gracioso de compararla con un prestidigitador que ejecuta su número en medio de un círculo cortésmente maravillado.
Es muy cierto que con la liturgia tradicional una gran parte conmovedora, emotiva, del Santo Sacrificio escapa a la mirada de los fieles. Pero no escapa a su corazón y a su fe. Esto es tan cierto que durante todo el Ofertorio, en el curso de las grandes misas solemnes, el subdiácono al pie del altar se vela el rostro con la mano izquierda. Nosotros también, somos invitados entonces a rezar, a entrar en nosotros mismos, y no en la curiosidad, sino en el recogimiento.
En todos los ritos orientales el milagro de la transustanciación se cumple fuera de la vista de los fieles, detrás del iconostasio[1]. No es sino enseguida que el Oficiante aparece sobre el umbral de la Puerta sagrada, el Cuerpo y la Sangre de Cristo entre las manos.
Un resto de esta idea se ha perpetuado por largo tiempo en Francia, donde los viejos eucologios[2] no traducen las oraciones del canon. Dom Guéranger protestó enérgicamente contra los temerarios que infringían esta reserva.
El deplorable uso actual ha trastornado completamente el antiguo ceremonial para mayor consternación de los fieles. Ya no hay altar. ¿Dónde está, aquel bloque consagrado al que el Apocalispsis compara con el Cuerpo mismo de Cristo? No hay más que un mero caballete recubierto de un mantel que recuerda dolorosamente la mesa de taller calvinista.
Naturalmente, la comodidad de los fieles postulada en principio, ha sido necesario eliminar en todo lo posible de dicha mesa los « accesorios » que la atestaban: nada menos, no solamente los candeleros y los floreros, ¡sino el tabernáculo! ¡El propio crucifijo! ¡El sacerdote dice su misa en el vacío! Cuando invite al pueblo a elevar su corazón y su ojos… ¿hacia qué? ¡Ya no hay más nada arriba de nosotros para servir de frontispicio al sol naciente!
Si se mantienen los candeleros y el crucifijo, el pueblo está aún más excluido que en la antigua liturgia, pues entonces no solamente la ceremonia, sino el sacerdote, le está completamente oculto.
Yo me resignaría, con un inmenso dolor, ya que, parece, ya no se le puede pedir a la muchedumbre ningún esfuerzo espiritual y que es indispensable meterla en la figura de los misterios más augustos, a ver la misa reducida a la Cena primitiva, pero entonces es todo el ritual lo que debe cambiarse. ¿Qué quieren decir estos Dominus vobiscum, estos Orate frates, de un sacerdote separado de su pueblo y que no tiene nada que preguntarle? ¿Qué significan estas vestimentas suntuosas de embajadores que nosotros delegamos, la cruz sobre los hombros, del lado de la Divinidad?
Y nuestras mismas iglesias, ¿hay que dejarlas tal cual?
23 de Enero de 1955
Paul Claudel
De la Académie Francesa
Por New Catholic. RORATE CAELI.
[Traducción de Dominus Est a partir del original francés en Le Forum Catholique]
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