miércoles, 15 de abril de 2020

Iglesias cerradas por COVID-19 un castigo divino por los pecados de impureza Sexual

 

Cómo encontré la verdadera contrición de mis pecados









  Iglesia del Santo SepulcroY una voz le dijo: "Tú no eres digna de entrar en este sitio sagrado, porque vives esclavizada al pecado". 
Al darse cuenta que era su impureza la que le impedía entrar, se retiró a un rincón del patio de la iglesia y alzó la mirada hacia un icono de la Virgen María sobre la iglesia. Asolada por sus pecados, le prometió a la Virgen María que si le permitía venerar la cruz verdadera, renunciaría a su vida de pecado e iría donde la Virgen deseara. Una vez más, se acercó a la iglesia, y esta vez se le permitió entrar.

 "Madre, si me es permitido entrar al templo santo, yo te prometo que dejaré esta vida de pecado y me dedicaré a una vida de oración y penitencia.
Allí lloró largamente y pidió por muchas horas el perdón de sus pecados. Estando en oración le pareció que una voz le decía: "En el desierto más allá del Jordán encontrarás tu paz".
María egipciaca se fue al desierto y allí estuvo por 40 años rezando, meditando y haciendo penitencia.

Durante 17 años vivió atormentada por la tentación de volver otra vez a Egipto a dedicarse a su vida anterior de sensualidad, pero un amor grande a la Sma. Virgen le obtenía fortaleza para resistir a las tentaciones.



Habiendo sido prostituta yo también, siempre consideré a Santa María Egipciaca una patrona, aunque tal vez no una de las principales. Pero mientras ayer escuchaba a mi sacerdote contar la historia, me di cuenta que jamás me había sentido verdaderamente contrita por aquellos años que pasé diseminando la iniquidad. Claro que reconocí que lo que había hecho estaba mal, y me arrepentí, ¿pero un profundo sentimiento de aflicción por el sentido de pecado de lo que había hecho, como el que había sentido Santa María Egipciaca en el patio de la iglesia? No, jamás lo había experimentado. Siempre había justificado lo que hice, aunque fuera parcialmente, diciéndome a mí misma que dadas las circunstancias extremas y la falta de opciones, lo que había hecho no era realmente tan malo. No era algo precisamente bueno, pero tampoco algo precisamente malo.

Última comunión de Santa María Egipciaca


Este entendimiento me perturbó. Entonces recé ahí mismo, durante la liturgia, por la gracia de la verdadera contrición.

Ayer, tarde por la noche, me sentía inquieta y decidí salir a conducir. No había salido de casa desde hacía varios días, excepto para dar unas vueltas por mi barrio, y solo quería poner la música fuerte y sentir la carretera pasar por debajo rápidamente; no me importaba a dónde ir. Y entonces salí sin un destino en mente.

Casi como en piloto automático, me encontré atravesando los caminos habituales, caminos que me resultaban familiares porque eran las rutas a los lugares en donde solía vivir o trabajar. Y antes de darme cuenta, ya estaba camino al apartamento en el que había atraído a muchos hombres hacia el pecado. 

Al acercarme a la esquina en la que se encuentra el edificio, comencé a sentir un gran peso en mi pecho. Se me tornó más difícil respirar. Doblé en la esquina y vi el lugar, y me pegó como un puño en la mandíbula: “¿Dios mío, qué te he hecho?”

Me di cuenta que el peso en mi pecho era el peso de mis pecados. Y me di cuenta que me había burlado de las leyes de Dios, leyes dadas a nosotros por amor y para nuestra protección. Pero lo más doloroso de todo fue reconocer que había lastimado profundamente a Aquel que me ama infinitamente e incondicionalmente. Él me había dado todo, y yo lo había malgastado en la inmundicia.

Una lluvia de profunda tristeza me bañó. Era más de lo que podía soportar. Debía alejarme de allí. Así que apreté el acelerador y corrí más allá, aunque me faltaba el aire y casi no podía ver el camino a través de mis lágrimas.

Seguí conduciendo — visitando los sitios de muchos de mis errores — soltando años de lágrimas no derramadas.

* * * 



El domingo también fue significativo por otra cosa: fue publicada la última entrevista con el exiliado arzobispo Viganò. En ella, él habla sobre la pandemia del COVID-19 y cómo se relaciona con cuestiones de fe. Él habla de la pandemia como un instrumento de la ira divina infligida sobre un mundo saturado de pecado, y especialmente, sobre una jerarquía eclesiástica que ha abandonado su propia doctrina abrazando el secularismo, el “relativismo religioso” e incluso la blasfemia. Él describe a Dios como un Padre que nos envía “tantas señales, y a veces severas justamente” para que nos arrepintamos, siendo esta es una de ellas.

El arzobispo Viganò llama “imprescindible e impostergable” a la “auténtica conversión del papa, la jerarquía, los obispos, y todo el clero, así como de los religiosos”. También llama a nuestras sociedades para que se arrepientan de pecados tales como reconocer “el derecho al aborto, la eutanasia y la sodomía”; y también porque “corrompen a los niños y vulneran su inocencia.”

“Los pecados públicos,” prosigue, “exigen confesión y expiación públicas”; de otro modo “no están exentos de los castigos divinos.”

En otras palabras, es tiempo de que el mundo entero, y especialmente la Iglesia, vivan la experiencia de Santa María Egipciaca. Como ella, se nos niega el acceso a las iglesias. Y como ella, según el arzobispo Viganò, esto se debe a nuestra impureza.

Santa María Egipciaca pasó los últimos años de su vida batallando, y en última instancia, sobreponiéndose a sus tentaciones y haciendo penitencia por sus pecados. Fue recompensada por sus esfuerzos con grandes dones espirituales, incluyendo la habilidad de realizar milagros.

Ahora mismo, estamos en un momento equivalente al de Santa María Egipciaca en el patio de la iglesia y, en este entorno de cuarentena, tenemos mucho tiempo para reflexionar acerca de nuestros pecados y de cómo pudieron haber contribuido a nuestra crisis actual. ¿Recibiremos como ella la gracia de arrepentirnos a tiempo para salvar de la ruina a nuestra sociedad, nuestras almas, y nuestra Iglesia? ¿O nos aferraremos egoístamente al mundo al que nos hemos acostumbrado complacientemente, que es tan repugnante y ofensivo para Nuestro Señor?

Ruego a cada uno de ustedes que oren por la gracia de la verdadera contrición. Puedo decirles que duele más que cualquier otra cosa en este mundo, pero ¿no creen que es tiempo de dejar de consentir todo antojo de placer, y comenzar a sufrir productivamente? Por mi parte, pretendo hacer penitencia ahora mismo, hoy. Y durante esta dolorosa pausa en nuestras vidas descarriadas, cada miembro de la Iglesia Militante — incluyendo especialmente la jerarquía, de abajo a arriba — debiera hacer lo mismo si queremos escapar del horrible destino que ciertamente merecemos.


Betina de Fiore
Traducido por Marilina Manteiga. 

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